Tutoria

 


En el corazón de la bulliciosa ciudad, donde el concreto se mezclaba con el graffiti, un trío de perros callejeros forjó un vínculo improbable. El sol, testigo dorado, derramaba su calidez sobre ellos.

Rusty, el vagabundo curtido, yacía extendido en la acera, sus ojos cansados fijos en el premio: una baguette crujiente. Su esqueleto temblaba de anticipación. El pan era más que alimento; era esperanza.

A su lado, Luna, la superviviente astuta, observaba. Su cola enmarañada se movía, y sus orejas estaban alerta. Había visto antes la generosidad de Rusty: cómo compartía un pedazo con los demás, incluso cuando el hambre le carcomía las entrañas.

Y luego estaba Peanut, el soñador de ojos grandes. Sus patitas de cachorro danzaban mientras observaba la técnica de Rusty. El arte de la supervivencia, transmitido a través de generaciones de perros sin dueño, estaba grabado en su ADN.

Cuando Rusty aferró el pan, los perros más pequeños se acercaron. Sus ojos hablaban de camaradería, el pacto no expresado que los unía. En este mundo implacable, eran familia.

El graffiti en la pared susurraba secretos: “MASCOTAS”. Un recordatorio de que, incluso en el caos, eran más que simples callejeros. Eran compañeros, músicos en la sinfonía de la supervivencia.

Y así, con el estruendo de la ciudad como telón de fondo, Rusty partió el pan en tres pedazos. Los dientes de Luna se hundieron en la corteza, y Peanut ladró de alegría. Por un instante fugaz, el hambre quedó olvidado.

En ese oasis urbano, compartieron no solo pan, sino también historias: sus cicatrices, sus victorias y la promesa de otro día. La sinfonía de los perros callejeros continuaba, una melodía de resistencia que resonaba por los callejones.

Y mientras el sol se hundía bajo el horizonte, proyectando sombras largas, Rusty cerró los ojos. Sabía que mañana enfrentarían el hambre nuevamente. Pero por ahora, se tenían el uno al otro: un trío de inadaptados, sobreviviendo, prosperando y tejiendo su historia en el tejido de la ciudad.

Fin.

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